Escupiendo la sopa

Tuesday, October 23, 2007

El gato del vecino

Permanezco en la cama. Detrás de la ventana el día es tan gris que no vale la pena levantarse. En la medianera de la terraza que da a los negros tejados de las casas contiguas, aparece el Gato. No cualquier gato, sino el de siempre, al que de un tiempo a esta parte, le tengo un mínimo afecto por haberse convertido en mi enemigo, por estar siempre a mi estatura, o perdón, debo admitirlo, siempre un poco más alto.

Es negro en el lomo, blanco en la panza y también en la punta de las patas. Él no me ve, yo lo vigilo. Echa un vistazo, se adelanta unos pasitos, desconfiado, levanta la patita, está a punto de entrar en mi territorio. Voy muy despacio hacia la puerta, giro lentamente la llave para que no oiga, bajo el picaporte suavemente, entorno la puerta, cuento en silencio..................; ¡zás!, salgo corriendo como un perro en busca de su presa. Lo veo de culo, salta ligero a la medianera, y se escapa. Llego a la pared, ya está lejos, se da vuelta y me mira, sabe que ganó de nuevo y se queda mirándome con una sonrisa en el hocico; me provoca. Me trepo apenas al tejado, es peligroso por la llovizna. Recién ahí deja de mirarme y trota un poco más hasta posarse debajo del techito del altillo del vecino. Bajo del tejado, busco unas piedras por la terraza, y empiezan a caer gotas más gruesas. Encuentro un trozo de ladrillo, le apunto, tiro y fallo, como siempre. El Gato parece divertido; vuelve a observarme, consigue hacerme sentir patético; se aleja.

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Embosque

La calle bajaba, y ella dejaba caer los pasos en inercia, sin un mínimo esfuerzo. Por momentos se tomaba la pollera que el viento intentaba levantar. Iba con la mirada perdida; los bares y restaurantes cubrían las veredas con carteles de plato del día. Pasó la plaza, luego la escuela, y a los lejos, al final de la pendiente, el refusilo del sol que se escurría por los agujeros de las nubes, reverberaba sobre el agua azul plateada.

Saludó algunos artesanos, e intercambió varias palabras con la brasilera que había conocido unos días antes. Apareció León, el hijito de la bahiana, y empezó a corretear y colgárseles de la espalda. Los despidió, y continuó bajando hasta la costa.

Los botes, oscuros como sombras, se contoneaban y cortaban la delgada neblina que empezaba a descender tejiendo la caída de la tarde. Terminó la calle y dobló a la derecha, por el camino de ripio que conducía al cerro. Buscó el paquete de cigarrillos en su cartera; la mano, algo temblorosa, revolvió entre dos libros, una bufanda, y un delgado suéter. Se detuvo, abrió ante sus ojos la cartera, y su mano fue directo al atado, escabullido en una de las esquinas.

Pitó, exhaló el humo, y en pocos segundos una sensación de bienestar le recorrió el cuerpo. Un leve relax le suavizó los párpados; enseguida detuvo la pollera, que volvía a levantarse.

El sol había reaparecido debajo de las nubes, y comenzaba a hundirse en el horizonte. El terreno empezaba a subir, y los pasos se hicieron más tensos y costosos. A un lado, varios guardias militares la miraron, y hablaron entre ellos.

Se ayudaba con las manos. Afirmaba uno de los pies entre las irregularidades de las piedras, y daba pequeños saltitos. Agitada, miró para atrás. La ciudad parecía otra; no había notado antes la cantidad de hoteles que enfocaban hacia la costa. El lago se extendía interminablemente quieto como una pista de patinaje.

Federico, Florencia, Maria, y Laura, todos a la vez aparecieron en la imagen inventada de un recuerdo. No le dio importancia, y reemprendió la subida; tenía que llegar antes que la noche.

Le entraron ganas de hacer pis, y se alejó un poco del sendero hasta detrás de una enorme piedra. Sentada sobre la fuerza de sus piernas, mientras se sostenía la pollera, oyó voces cercanas. Cerró los ojos suplicando que no pasaran cerca, y la voces se hicieron más livianas, hasta desaparecer.

Cuando volvió la vista al agua, la noche se había agenciado el día casi por completo. Una tímida claridad celeste, permanecía agarrada del borde del lago, allá a lo lejos. Hizo el último esfuerzo, y delante suyo se extendió una escalinata de piedra, que llevaba a la cima.

Ya habían cerrado los puestos; lo único que encontró fue una parejita acurrucada en una roca, abrazándose para ahuyentar la insistencia del frío. Subió lentamente los escalones, contándolos: uno, dos, tres, tres y medio, cuatro… Tenía la piel de gallina.

El rasqueteo del viento contra las hierbas y piedras, armaba un tétrico barullo de voces. Sintió que un remolino la emboscaba, y se puso a dar vueltas, a girar como muñeca de caja musical.

Miró su pie en el borde, en contraste con la oscuridad de caverna que se cernía más abajo. Una nueva ventisca la tambaleó, y del susto pegó un salto hacia atrás. Lentamente volvió a acercarse al borde; descolgó su cartera del hombro, y la dejó caer al suelo. Abrió los brazos helados; el viento le golpeaba la cara, y le enjambraba el pelo.

-Ten cuidado –escuchó- , puedes caerte.

Ella volteó con una sonrisa; como un relámpago surcándole la cara.

-Pensé que ya no venías.

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Sunday, October 07, 2007

“Por última vez”

Me abrazó bien fuerte, me negó la vista y se mandó a mudar. Así como si nada. Yo quedé aturdido, le miré el culo, qué culo hermoso, pensé; me dio pena, era triste saber que mis manos no iban a volver a acariciar ese culo (cosas como esa son las que pensamos los hombres en determinadas situaciones, cosas bien materiales en relación al cuerpo de nuestra mujer; pero ellas no entienden que no es de pajeros ni machistas, que en realidad es un fetichismo tierno; es como la tapa que detiene lo que nos bulle por dentro al ver que nos abandonan).
Ya estaba a media cuadra, lo más fácil era insultarla y mal decirla sin que escuchase, pero preferí gritar. Se dio vuelta, me miró. Entonces empecé a caminar hacia ella, ligero, y de a poco se fue armando esa cara que pone cuando está a punto de llorar. Le temblaba el medio de las cejas; un rictus de angustia que puedo adivinarle de lejos, pero que nunca supe si es sincero o actuado. Se dio la vuelta y siguió su camino, lo tenía bien digerido, no se iba a arrepentir. Grité de nuevo y volvió a darse vuelta. Me miró, se detuvo insegura a esperar.
Qué querés, preguntó. Vayamos a casa, dije. No, ya está Gustavo, qué acabamos de hablar. Ya sé, le dije, pero me parece que nos merecemos una despedida. La despedida es ésta, dijo muy seria, no te parece que está bien así. No, le contesté, por qué tiene que ser una despedida triste, que sea alegre, vamos a casa, dale. Me miró, sonrió, pensé que le había gustado la idea. No Gus, ya está, me tengo que ir, aparte yo tengo mi vida también. Para, para un poquito, le dije, no empecés con la boludés esa de tu vida y esa psicóloga de mierda que te llena la cabeza, vamos a casa. ¿No escuchás?, preguntó. Si escucho, dije, pero te venís conmigo lo mismo. La agarré del brazo, no muy fuerte, no quería lastimarla, no me gusta lastimarla. Pero ella empezó a tironear, a gritar que la soltara; es ella la que me hace enojar, ¡se puso a gritar en el medio de la calle para llamar la atención!
En seguida me subió toda la sangre a la cabeza, la agarré un poco más fuerte para que no se soltara. Pero ella seguía tironeando, entonces le puse un sopapo. ¡Ay!, gritó, y se tomó el cachete con la mano que tenía suelta. ¡Hijo de puta!, gritó. Le pegué otro cachetazo, este un poco más fuerte. Te callás idiota, te callás o te rompo la cabeza; vamos para casa te dije. Y ella seguía haciendo fuerza, me miró de nuevo con cara de pobrecita y me tiró una patada a los huevos; la pude esquivar. Soltame hijo de puta, soltame o grito. Gritá todo lo que quieras, por cada grito va un piña.
Fueron cuatro piñas, unos tirones de pelo y cerró la boca. Cuando ya estaba tiesa, la abracé. Era un pedazo de carne sin fuerza, como una marioneta. Sus brazos pesados me bordearon sin ganas; le dí un beso en la frente, nos miramos y me escupió justo en un ojo. Me empujó y salió a correr.
La ví alejarse, pensé ir tras ella –podría haberla alcanzado-, pero no, preferí mirarle el culo por última vez.

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