Escupiendo la sopa

Sunday, October 07, 2007

“Por última vez”

Me abrazó bien fuerte, me negó la vista y se mandó a mudar. Así como si nada. Yo quedé aturdido, le miré el culo, qué culo hermoso, pensé; me dio pena, era triste saber que mis manos no iban a volver a acariciar ese culo (cosas como esa son las que pensamos los hombres en determinadas situaciones, cosas bien materiales en relación al cuerpo de nuestra mujer; pero ellas no entienden que no es de pajeros ni machistas, que en realidad es un fetichismo tierno; es como la tapa que detiene lo que nos bulle por dentro al ver que nos abandonan).
Ya estaba a media cuadra, lo más fácil era insultarla y mal decirla sin que escuchase, pero preferí gritar. Se dio vuelta, me miró. Entonces empecé a caminar hacia ella, ligero, y de a poco se fue armando esa cara que pone cuando está a punto de llorar. Le temblaba el medio de las cejas; un rictus de angustia que puedo adivinarle de lejos, pero que nunca supe si es sincero o actuado. Se dio la vuelta y siguió su camino, lo tenía bien digerido, no se iba a arrepentir. Grité de nuevo y volvió a darse vuelta. Me miró, se detuvo insegura a esperar.
Qué querés, preguntó. Vayamos a casa, dije. No, ya está Gustavo, qué acabamos de hablar. Ya sé, le dije, pero me parece que nos merecemos una despedida. La despedida es ésta, dijo muy seria, no te parece que está bien así. No, le contesté, por qué tiene que ser una despedida triste, que sea alegre, vamos a casa, dale. Me miró, sonrió, pensé que le había gustado la idea. No Gus, ya está, me tengo que ir, aparte yo tengo mi vida también. Para, para un poquito, le dije, no empecés con la boludés esa de tu vida y esa psicóloga de mierda que te llena la cabeza, vamos a casa. ¿No escuchás?, preguntó. Si escucho, dije, pero te venís conmigo lo mismo. La agarré del brazo, no muy fuerte, no quería lastimarla, no me gusta lastimarla. Pero ella empezó a tironear, a gritar que la soltara; es ella la que me hace enojar, ¡se puso a gritar en el medio de la calle para llamar la atención!
En seguida me subió toda la sangre a la cabeza, la agarré un poco más fuerte para que no se soltara. Pero ella seguía tironeando, entonces le puse un sopapo. ¡Ay!, gritó, y se tomó el cachete con la mano que tenía suelta. ¡Hijo de puta!, gritó. Le pegué otro cachetazo, este un poco más fuerte. Te callás idiota, te callás o te rompo la cabeza; vamos para casa te dije. Y ella seguía haciendo fuerza, me miró de nuevo con cara de pobrecita y me tiró una patada a los huevos; la pude esquivar. Soltame hijo de puta, soltame o grito. Gritá todo lo que quieras, por cada grito va un piña.
Fueron cuatro piñas, unos tirones de pelo y cerró la boca. Cuando ya estaba tiesa, la abracé. Era un pedazo de carne sin fuerza, como una marioneta. Sus brazos pesados me bordearon sin ganas; le dí un beso en la frente, nos miramos y me escupió justo en un ojo. Me empujó y salió a correr.
La ví alejarse, pensé ir tras ella –podría haberla alcanzado-, pero no, preferí mirarle el culo por última vez.

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