Los platos
El agua corre y ese sonido relaja a Laura, que agarra el detergente, deja caer una espesa gota transparente anaranjada sobre la esponja, la cual acerca al chorro y luego aprieta, para que la espuma renazca. El plato enjuagado lo mete en el colador y pasa a otro plato, siempre lo hace así Laura, primero los platos, después las hoyas o cacerolas, o mismo las bandejas del horno, y una vez que lo más tedioso está listo, pasa a los cuchillos, tenedores y cucharas. Pero aún quedan sucios dos platos de porcelana blanca, con flores coloridas en los bordes, y también uno de vidrio con ribetes grabados. Enfrente tiene la ventana Laura, una ventana que no muestra más que la pared que ella conoció nueva pero que ya está venida a menos, agrietada, castigada por el tiempo y la falta de cuidado. Más abajo, sabe, está el patio del vecino, no lo llega a ver, sólo asomándose podría mirar la mitad, o al perro acurrucado contra una de las esquinas. Pero ahora no, ahora mira la pared, porque lava los platos y tiene que estar de pie con la atención puesta en la pileta, aguantándose el dolor que aparece de a puntadas, como si se lo estuviesen cosiendo, por la cintura, más que nada en la zona del cóccix.
A Laura le pica la nariz, pero no puede rascarse, en realidad puede, pero tiene las manos con espuma, entonces con el doblez de la mano se rasca contorsionando el brazo, como un animal al lugar donde no llega, como un perro pasando el lomo contra la pared, se imagina, pero no se ríe. Lava para dejar de pensar un rato, pero piensa todavía más aún, piensa sin distraerse de lo que está haciendo, sin dejar de pasarle la esponja a los platos e ir dejándolos al costado de la pileta, mientras el agua caliente fluye y larga humo al chocar contra el metal. Primero les pasa la esponja y los deja con el jabón resbalándoles para que se desengrasen bien, y recién después los enjuaga. Y pasa a lo último, de a uno, o de a dos como mucho, los cubiertos brillan y van cayendo en el posa cubiertos, donde se escurrirán hasta quedar secos. Y toma un cuchillo Laura, lo enjuaga, ya está limpio, pero se detiene y lo observa bien, su brillo, su filo. La luz que rebota en la hoja y le da en los ojos, el agua que sigue corriendo caliente, su sonido que ya no la relaja, que ya está instalado como todo lo demás. Se mira la otra mano, la gira, y observa detenidamente su muñeca. Las venas verdes que se acumulan ahí, donde el brazo se quiebra y nace la mano. La mueve, y el antebrazo se lleva sus ojos, los tendones que se levantan y esconden, más venas que se asoman. Sonríe, y mira el cuchillo en la otra mano. La gira y se ríe, como si la muñeca no fuera suya, la risa se le escapa, se muere de ganas de hacerlo. Vuelve a mover la muñeca y la deja quieta. Acerca el cuchillo, lo apoya sobre la piel, sin hacer mucha fuerza, pero aprieta un poco, quiere saber cuánto duele. Y no duele nada, entonces aprieta un poco más, y ahí si empieza a sentir algo, como una pulsera demasiado ajustada, y duda si mover el cuchillo hacia el costado, tiene ganas, pero escucha el agua que sigue corriendo, que la relaja, y no lo mueve, sino que prefiere apretar un poquito más, probar hasta dónde aguanta. Y ve una gotita de sangre que sale del borde de la hoja de metal, y se hace un pequeño charquito rojo que se abre en caminos, como las pinturas sopladas de tinta china en la primaria. Suelta, levanta el cuchillo y se mira, lo deja caer en la pileta y lo observa, primero al cuchillo, después la muñeca, y hace ese juego varias veces. Pone la muñeca abajo del agua y al quemarse la saca. Cierra los ojos y respira profundo. Vuelve a agarrar el cuchillo mojado y se mira la muñeca lastimada. Piensa, y siente que hay algo que piensa por ella, algo que le impide hacerlo, algo que la cuida. Mira el cuchillo Laura, lo toma y lo pone debajo del agua. Lo deja caer y cierra la canilla. Se apoya en la mesada y suspira. Escucha un tin tin de llaves en la puerta, y sin oírlos imagina los pasos de los zapatos subiendo la escalera. Pero no, fue un ruido del pasillo, Ernesto todavía no llega.
A Laura le pica la nariz, pero no puede rascarse, en realidad puede, pero tiene las manos con espuma, entonces con el doblez de la mano se rasca contorsionando el brazo, como un animal al lugar donde no llega, como un perro pasando el lomo contra la pared, se imagina, pero no se ríe. Lava para dejar de pensar un rato, pero piensa todavía más aún, piensa sin distraerse de lo que está haciendo, sin dejar de pasarle la esponja a los platos e ir dejándolos al costado de la pileta, mientras el agua caliente fluye y larga humo al chocar contra el metal. Primero les pasa la esponja y los deja con el jabón resbalándoles para que se desengrasen bien, y recién después los enjuaga. Y pasa a lo último, de a uno, o de a dos como mucho, los cubiertos brillan y van cayendo en el posa cubiertos, donde se escurrirán hasta quedar secos. Y toma un cuchillo Laura, lo enjuaga, ya está limpio, pero se detiene y lo observa bien, su brillo, su filo. La luz que rebota en la hoja y le da en los ojos, el agua que sigue corriendo caliente, su sonido que ya no la relaja, que ya está instalado como todo lo demás. Se mira la otra mano, la gira, y observa detenidamente su muñeca. Las venas verdes que se acumulan ahí, donde el brazo se quiebra y nace la mano. La mueve, y el antebrazo se lleva sus ojos, los tendones que se levantan y esconden, más venas que se asoman. Sonríe, y mira el cuchillo en la otra mano. La gira y se ríe, como si la muñeca no fuera suya, la risa se le escapa, se muere de ganas de hacerlo. Vuelve a mover la muñeca y la deja quieta. Acerca el cuchillo, lo apoya sobre la piel, sin hacer mucha fuerza, pero aprieta un poco, quiere saber cuánto duele. Y no duele nada, entonces aprieta un poco más, y ahí si empieza a sentir algo, como una pulsera demasiado ajustada, y duda si mover el cuchillo hacia el costado, tiene ganas, pero escucha el agua que sigue corriendo, que la relaja, y no lo mueve, sino que prefiere apretar un poquito más, probar hasta dónde aguanta. Y ve una gotita de sangre que sale del borde de la hoja de metal, y se hace un pequeño charquito rojo que se abre en caminos, como las pinturas sopladas de tinta china en la primaria. Suelta, levanta el cuchillo y se mira, lo deja caer en la pileta y lo observa, primero al cuchillo, después la muñeca, y hace ese juego varias veces. Pone la muñeca abajo del agua y al quemarse la saca. Cierra los ojos y respira profundo. Vuelve a agarrar el cuchillo mojado y se mira la muñeca lastimada. Piensa, y siente que hay algo que piensa por ella, algo que le impide hacerlo, algo que la cuida. Mira el cuchillo Laura, lo toma y lo pone debajo del agua. Lo deja caer y cierra la canilla. Se apoya en la mesada y suspira. Escucha un tin tin de llaves en la puerta, y sin oírlos imagina los pasos de los zapatos subiendo la escalera. Pero no, fue un ruido del pasillo, Ernesto todavía no llega.
Labels: cuentos cortos
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