Cuando pica
Hay un mosquito en la pieza de este personaje, insecto puntiagudo que desbarata su aburrimiento. Con una espera atenta lo invita a su cuerpo que es todo carnada, y cuando lo ve pinchar lo aplasta en su brazo, que se mancha con sangre que ya no le pertenece.
¿Será esa la misma placentera sensación que experimenta el pequeño humano al matar al traidor, al hombre que odia?
El bicho muere, devolviendo la sangre de su presa, ya inservible. Este personaje se limpia los dedos, frotándolos entre sí, hasta que la sangre se hace tierra, bolitas diminutas que caen al suelo, donde la vista las pierde. En treinta segundos sale la roncha. Pequeña pero picante.
Y apenas algo deja de pasar, reaparece frente a él la tentación de descorrer la cortina y perder la escritura. Todo pende de ahí, el hilo permanece tensionado en el encierro. Con un poco de aire la tanza se afloja y la flecha lanzada se desploma en el viento como una cuerda, como el truco de la barita mágica.
Porque a este personaje del que hablo todo el tiempo, la escritura no le da nada. O muy poco. Pero hay una obligación con la nada, la herencia de una deuda. En su nuca un yuyo crece y crece solo.
Y existe también una fatiga, una fatiga del pensamiento y la emoción. De la pasión, y a quien diga que la pasión no se fatiga, este personaje no le cree. No es tarea sencilla combatir el sesudo anquilosamiento.
Soportar la pulseada con el puño temblando a centímetros de la mesa, es su pan duro de todos días. Pero este personaje del que hablo no es tan fuerte como parece, es más bien sensible, aunque se ha endurecido en los últimos años. ¿Quién no?
Algo lo traba, no lo deja hablar del todo. Allende su vanidad hay un dolor, como un dolor de muelas en el pecho. Cada tanto vuelve a aparecer y obviamente nunca en la tarde, siempre en plena noche, a la hora del descanso. Ahí es cuando pincha cuando pica. Y no tiene otra que rascarse y la cascarita vuelve a volar.
Un amigo le dijo una vez, las cascaritas son como las hojas, se caen solas. Pero él no entiende, o no quiere entender. Y así le va quedando el pecho, repleto de marcas que no se irán nunca. Él jura que la picazón es insoportable. Por eso su odio a los mosquitos.
Y le creo porque a mí también me pica. Y cuando le creo me doy cuenta que ese lejano personaje del que hablo vengo a ser yo. Ahí es cuando dejo de escribir por pudor a lo que veo en el espejo, del otro lado del espejo.
Hay un mosquito en la pieza de este personaje, insecto puntiagudo que desbarata su aburrimiento. Con una espera atenta lo invita a su cuerpo que es todo carnada, y cuando lo ve pinchar lo aplasta en su brazo, que se mancha con sangre que ya no le pertenece.
¿Será esa la misma placentera sensación que experimenta el pequeño humano al matar al traidor, al hombre que odia?
El bicho muere, devolviendo la sangre de su presa, ya inservible. Este personaje se limpia los dedos, frotándolos entre sí, hasta que la sangre se hace tierra, bolitas diminutas que caen al suelo, donde la vista las pierde. En treinta segundos sale la roncha. Pequeña pero picante.
Y apenas algo deja de pasar, reaparece frente a él la tentación de descorrer la cortina y perder la escritura. Todo pende de ahí, el hilo permanece tensionado en el encierro. Con un poco de aire la tanza se afloja y la flecha lanzada se desploma en el viento como una cuerda, como el truco de la barita mágica.
Porque a este personaje del que hablo todo el tiempo, la escritura no le da nada. O muy poco. Pero hay una obligación con la nada, la herencia de una deuda. En su nuca un yuyo crece y crece solo.
Y existe también una fatiga, una fatiga del pensamiento y la emoción. De la pasión, y a quien diga que la pasión no se fatiga, este personaje no le cree. No es tarea sencilla combatir el sesudo anquilosamiento.
Soportar la pulseada con el puño temblando a centímetros de la mesa, es su pan duro de todos días. Pero este personaje del que hablo no es tan fuerte como parece, es más bien sensible, aunque se ha endurecido en los últimos años. ¿Quién no?
Algo lo traba, no lo deja hablar del todo. Allende su vanidad hay un dolor, como un dolor de muelas en el pecho. Cada tanto vuelve a aparecer y obviamente nunca en la tarde, siempre en plena noche, a la hora del descanso. Ahí es cuando pincha cuando pica. Y no tiene otra que rascarse y la cascarita vuelve a volar.
Un amigo le dijo una vez, las cascaritas son como las hojas, se caen solas. Pero él no entiende, o no quiere entender. Y así le va quedando el pecho, repleto de marcas que no se irán nunca. Él jura que la picazón es insoportable. Por eso su odio a los mosquitos.
Y le creo porque a mí también me pica. Y cuando le creo me doy cuenta que ese lejano personaje del que hablo vengo a ser yo. Ahí es cuando dejo de escribir por pudor a lo que veo en el espejo, del otro lado del espejo.
Labels: La mente dormida
2 Comments:
Hola Pato!! no puedo creer lo q encontre. No se si te acordaras de mi, pero yo si... Escribis muy lindo. Besos
Hola Maru! Que sorpresa. Me gustaría saber en qué andas...nunca más nada.
Besos loca.
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