Levantarse
Levantarse, no despertarse, levantarse. La misma distacia que separa el decir del hacer. Doce del mediodía, sol colándose por la ventana. Tiras de luz y polvo, aquí y allá, entre las imágenes de la noche anterior. Imágenes felices, por suerte, muy alegres, con música, y las sin música, con una melodía subyacente, con un eco lejano de la música de las imágenes precedentes. Mirarse la mano, cerrar el puño, queriendo encerrar todo, la luz el polvo la música las imágenes. Imposible. Levantarse así no es tan malo, y esto es la realidad, la vuelta a la realidad más abrupta, despertar. No sólo del sueño, despertar de cualquier proceso que nos implique orbitar en otro tiempo, esto puede ser: escribir, tocar, coger, pensar, y la lista sigue según quien anote. Una colocación adecuada, barrenar la ola, no dejar que la rompiente nos rompa a nosotros. Pararse de una vez, luego de experimentar todo lo anterior en dos segundos, sin acomodarlo del todo, y con la fatiga que impide acomodarnos debajo de todo lo que cuelga del borde. Tal vez acomodándonos nosotros, todo se acomode. Dudoso, pero posible. Más imágenes, luego líneas, sin cuñas, sólo líneas, horizontales y verticales, que al tocarse se doblan, como si de repente encontraran su cintura. Se apaga todo en pos de la vista. Esquivar zapatillas, pantalones, el puf desinflado, una pandereta, por el suelo, interponiéndose en el paso. La puerta, otra puerta, la luz definitiva que nos atravesará, cada vez en menor medida hasta que se extinga llevándose consigo nuestro día, que en este caso será bastante corto. Escaleras, puerta, más escaleras, otra puerta, el súper agente 86, la cocina y el silencio frío.
Lo loco es que luego se piensa que no pasa nada. La fatalidad de la costumbre. Levantarse bien destapa cosas e inventa otras, hoy podría levantar todos los papeles del piso y hacer avioncitos con ellos. Casi como tener ganas de enamorarse.
Desayunar apenas. Almorzar al rato. Salir a las veredas. Subir al colectivo, amucharse entre almas que manchan lo que tocan, que se decoloran y desvanecen. Con ojos que rompen vidrios, voces que repiten dolores que sienten escuchar como susurros en los oídos. La desolación de cada uno es invisible para todos los demás, no tiene nada que ver con ellos, eso es la desolación: "no poder decirla". Sentarse, tratar de leer, la resaca sin dolor de cabeza, pero con cabeza desordenada. Cada palabra leída vuela del papel y se va por el chiflete de la ventana, y así una a una, sin hilar oraciones, sin rebotar en la conciencia, pasando de largo, pero en nada se parece esto a una meditación, no hay paz en el centro, hay algo que burbujea gorjeando, que se da asco a sí mismo. Tal vez las palabras no quieran ser el arroz de un guiso quemado.
Bajar sin saber, buscando calles, segundo contacto con el cuerpo, desorientación, estar perdido, miedo de no llegar, problemas momentáneos que colman un espacio que se llena y vacía, y cubre por un rato lo que no se llena nunca. Buscar una casa entre las casas, una fachada que nunca vi, pero rastreándola perseverante, unos obreros en una puerta a los cuales es inútil preguntar, una cara conocida por enfrente, instante de serenidad que cae como gotas tibias en la nuca, un saludo cordial, una pregunta y el tesoro en nuestras manos. La casa gris, segundo piso. Trote y felicidad con gusto a viento en la cara. Entrar a un lugar nuevo, hoy todo parece nuevo, pero este lugar es nuevo de verdad. Una sobria pero tibia bienvenida. La consigna interior: cuidar las palabras, lo demás ocurre.
Dos horas y media que transcurren en un pack: no ocupan lo mismo seis latas de birra desparramadas por la mesa, que las mismas latas empaquetadas. Uno no ocupa sólo el espacio que ocupa, nuestra ocupación se extiende a los espacios vacíos que no pueden utilizarse por cómo nos disponemos. El aire es libre, mentira, aunque no me toques, me estás tocando. Dos horas y media en quince minutos, Cortázar: otro desafío al tiempo, otro galardón que el tiempo nos entrega indolente. ¿O será como dijo un genio detestable?, pero genio al fin: “el tiempo somos nosotros”.
De vuelta a la calle, saludarse, hermoso ritual, momento ascendente, verlos irse en sus bicicletas. Pensar que el viento que les da en la cara es el mismo que me dio a mí hace un rato, ese viento que seguramente se llevó algo mío y algo que no supe apropiarme.
Caminar despacio, llegando tarde, pero despacio. Ahí reside la diferencia, en cómo uno se relaciona con las cosas (eso es el destino según Drito). O cómo uno trata de anticiparse a la fuerza que nos está por atravesar, o de qué manera filtramos lo que nos está descuartizando. Aunque miremos para otro lado, cuando nos sacan sangre, sentimos la aguja en la vena.
Otra vez el colectivo, las caras que parecen ser siempre las mismas habitando todos los colectivos. Por eso tal vez en lugar de decir me tomo un colectivo, digamos, me tomo el colectivo, parece siempre el mismo sea cual sea. Se oscurece lo que pienso, de repente no quiero vivir más en la ciudad, no soporto esta síntesis que me deja hecho animal de nuevo. El hombre-oveja, y la imaginación traviesa que le hace crecer pelos blancos y enrulados a la gente, se vuelven lanudos, me arremango el buzo y yo también tengo lana para abrigar. Pero hasta ahora, la experiencia nos dice que la imaginación está perdiendo por goleada, y si no pierde, se deja ganar. No es lo mismo, lo segundo es más triste.
Otra pista, pugilística. Cuando caemos al piso, no siempre es bueno levantarse rápido, es preferible a veces acariciar la lona, mirar cómo se ve desde ahí abajo, atrapar la fe que dé sustancia a nuestro levantarnos, y recién ahí volver a ponerse en guardia. Tomarnos nuestro tiempo, tratar de entender por qué caímos, por qué nos tiraron, en qué momento dejamos que nos embocaran así de fácil, para poder pensar en la posibilidad de que no vuelva a ocurrir. Quizás sentado en la lona, todo este bullicio que soy de repente regrese, por un segundo, a mí. Tal vez me conmueva al reencontrarle un sentido a la pelea.
¡Qué desorden!
Labels: relatos
1 Comments:
Muy bueno, loco!
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