Escupiendo la sopa

Tuesday, October 23, 2007

Embosque

La calle bajaba, y ella dejaba caer los pasos en inercia, sin un mínimo esfuerzo. Por momentos se tomaba la pollera que el viento intentaba levantar. Iba con la mirada perdida; los bares y restaurantes cubrían las veredas con carteles de plato del día. Pasó la plaza, luego la escuela, y a los lejos, al final de la pendiente, el refusilo del sol que se escurría por los agujeros de las nubes, reverberaba sobre el agua azul plateada.

Saludó algunos artesanos, e intercambió varias palabras con la brasilera que había conocido unos días antes. Apareció León, el hijito de la bahiana, y empezó a corretear y colgárseles de la espalda. Los despidió, y continuó bajando hasta la costa.

Los botes, oscuros como sombras, se contoneaban y cortaban la delgada neblina que empezaba a descender tejiendo la caída de la tarde. Terminó la calle y dobló a la derecha, por el camino de ripio que conducía al cerro. Buscó el paquete de cigarrillos en su cartera; la mano, algo temblorosa, revolvió entre dos libros, una bufanda, y un delgado suéter. Se detuvo, abrió ante sus ojos la cartera, y su mano fue directo al atado, escabullido en una de las esquinas.

Pitó, exhaló el humo, y en pocos segundos una sensación de bienestar le recorrió el cuerpo. Un leve relax le suavizó los párpados; enseguida detuvo la pollera, que volvía a levantarse.

El sol había reaparecido debajo de las nubes, y comenzaba a hundirse en el horizonte. El terreno empezaba a subir, y los pasos se hicieron más tensos y costosos. A un lado, varios guardias militares la miraron, y hablaron entre ellos.

Se ayudaba con las manos. Afirmaba uno de los pies entre las irregularidades de las piedras, y daba pequeños saltitos. Agitada, miró para atrás. La ciudad parecía otra; no había notado antes la cantidad de hoteles que enfocaban hacia la costa. El lago se extendía interminablemente quieto como una pista de patinaje.

Federico, Florencia, Maria, y Laura, todos a la vez aparecieron en la imagen inventada de un recuerdo. No le dio importancia, y reemprendió la subida; tenía que llegar antes que la noche.

Le entraron ganas de hacer pis, y se alejó un poco del sendero hasta detrás de una enorme piedra. Sentada sobre la fuerza de sus piernas, mientras se sostenía la pollera, oyó voces cercanas. Cerró los ojos suplicando que no pasaran cerca, y la voces se hicieron más livianas, hasta desaparecer.

Cuando volvió la vista al agua, la noche se había agenciado el día casi por completo. Una tímida claridad celeste, permanecía agarrada del borde del lago, allá a lo lejos. Hizo el último esfuerzo, y delante suyo se extendió una escalinata de piedra, que llevaba a la cima.

Ya habían cerrado los puestos; lo único que encontró fue una parejita acurrucada en una roca, abrazándose para ahuyentar la insistencia del frío. Subió lentamente los escalones, contándolos: uno, dos, tres, tres y medio, cuatro… Tenía la piel de gallina.

El rasqueteo del viento contra las hierbas y piedras, armaba un tétrico barullo de voces. Sintió que un remolino la emboscaba, y se puso a dar vueltas, a girar como muñeca de caja musical.

Miró su pie en el borde, en contraste con la oscuridad de caverna que se cernía más abajo. Una nueva ventisca la tambaleó, y del susto pegó un salto hacia atrás. Lentamente volvió a acercarse al borde; descolgó su cartera del hombro, y la dejó caer al suelo. Abrió los brazos helados; el viento le golpeaba la cara, y le enjambraba el pelo.

-Ten cuidado –escuchó- , puedes caerte.

Ella volteó con una sonrisa; como un relámpago surcándole la cara.

-Pensé que ya no venías.

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