Escupiendo la sopa

Friday, June 22, 2007

Lorena

Hoy la vi a Lorena. Yo esperaba el semáforo para cruzar Rivadavia, del lado del sur para el lado del norte, y ella lo mismo pero al revés, paradita en la esquina de enfrente, con su carpetita abajo del brazo y la cartera colgada al hombro.

En realidad, primero la miré y enseguida corrí la vista, aunque yo no hice eso, eso fue una reacción del cuerpo, yo lo que hice fue volver a poner los ojos en ella, y mirarla bien, mirarla del todo para comprobar que era.

Sin duda era, y ella se dio cuenta que yo era yo recién cuando tenía un cuarto de senda peatonal recorrida, ahí sonrió, se dio la vuelta y empezó a borrar el tramo que había caminado, con el pucho en la mano y el humo en la boca. Se subió a la esquina y me esperó para saludarme con un intenso abrazo.

Tal vez no tendría que decirlo, pero la vi más fea. No por que esté más gordita, hay gorditas preciosas, sino que le vi algo en los ojos, en la cara, la vi, cómo se dice: afeada.

Lo primero que me dijo fue que está en tratamiento, hace un año y medio, y que no podía hablar mucho conmigo ni con nadie del pasado. Decía eso y le daba otra pitada al cigarro con la mano temblando, y ese cúmulo de nervios hablaba más de lo que Lorena pretendía explicarme. La escuchaba, y por dentro oía a la misma voz de siempre preguntando ingenua ¿Cómo será no ver más a la gente, la que ellos llaman del pasado, cómo borrarla, si uno va hacia delante? Pensé en la síntesis, la dialéctica, qué se yo todo lo que pensé, me acordé también del estúpido tema de Lerner, ese que dice “Volver a empezar”, o el dicho vulgar, popular y vago, “borrón y cuenta nueva”. Eso no existe pensé, pero...Ella quería que yo supiese que estaba bien, que se recibió de cosmetóloga, que está trabajando ahí a media cuadra, que está de novia (como siempre, con uno distinto), y traté de explicarle que de alguna forma todos habíamos salido, cada uno a su manera, unos más y otros menos, pero que por ejemplo, yo estaba bien manso, casi un abuelo, mucha lectura, mucho pensar y muy pocas nueces, sí, pensar cómo se rompen, por qué se rompen, cómo funciona el rompenueces, qué ruido hace, pero romper una, ya no ocurre tan seguido, le dije, muy cada tanto rompo alguna de casualidad. Y empezábamos lo que se dice conversar, en el sentido más banal y superficial de la palabra, el conversar vacío podría decirse, y me vi en los ojos de Lorena, marrones café con leche con manchitas chiquitas miel alrededor del iris, me vi despedazarme de a poco, deformarme como detrás de un vitró, así se fueron cuarteando sus ojos, fisurando hasta que los cubrió la espesa marea que los rebalsa. Me repitió que no podía hablar mucho con la gente del pasado, le dio otra seca al pucho con la mano sonajero, se acercó y me dio otro abrazo, apertura y cierre, un abrazo que intentaba pellizcar un poquito de todo lo que le habían quitado para su bien, y cuando me alejaba de a poco y le decía que me ponía muy contento verla bien, mientras le sonreía con una alegría sincera para que se quedara con esa foto mía, sonriendo, casi feliz de verla bien, de verla después de dos años, lo que le tembló no fue la mano, lo que le tembló fue la entraña, y en esa lágrima que se perdió en el escote del saquito negro, largó un pedacito de alma que tenía atragantado.

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Friday, June 08, 2007

Los platos
El agua corre y ese sonido relaja a Laura, que agarra el detergente, deja caer una espesa gota transparente anaranjada sobre la esponja, la cual acerca al chorro y luego aprieta, para que la espuma renazca. El plato enjuagado lo mete en el colador y pasa a otro plato, siempre lo hace así Laura, primero los platos, después las hoyas o cacerolas, o mismo las bandejas del horno, y una vez que lo más tedioso está listo, pasa a los cuchillos, tenedores y cucharas. Pero aún quedan sucios dos platos de porcelana blanca, con flores coloridas en los bordes, y también uno de vidrio con ribetes grabados. Enfrente tiene la ventana Laura, una ventana que no muestra más que la pared que ella conoció nueva pero que ya está venida a menos, agrietada, castigada por el tiempo y la falta de cuidado. Más abajo, sabe, está el patio del vecino, no lo llega a ver, sólo asomándose podría mirar la mitad, o al perro acurrucado contra una de las esquinas. Pero ahora no, ahora mira la pared, porque lava los platos y tiene que estar de pie con la atención puesta en la pileta, aguantándose el dolor que aparece de a puntadas, como si se lo estuviesen cosiendo, por la cintura, más que nada en la zona del cóccix.
A Laura le pica la nariz, pero no puede rascarse, en realidad puede, pero tiene las manos con espuma, entonces con el doblez de la mano se rasca contorsionando el brazo, como un animal al lugar donde no llega, como un perro pasando el lomo contra la pared, se imagina, pero no se ríe. Lava para dejar de pensar un rato, pero piensa todavía más aún, piensa sin distraerse de lo que está haciendo, sin dejar de pasarle la esponja a los platos e ir dejándolos al costado de la pileta, mientras el agua caliente fluye y larga humo al chocar contra el metal. Primero les pasa la esponja y los deja con el jabón resbalándoles para que se desengrasen bien, y recién después los enjuaga. Y pasa a lo último, de a uno, o de a dos como mucho, los cubiertos brillan y van cayendo en el posa cubiertos, donde se escurrirán hasta quedar secos. Y toma un cuchillo Laura, lo enjuaga, ya está limpio, pero se detiene y lo observa bien, su brillo, su filo. La luz que rebota en la hoja y le da en los ojos, el agua que sigue corriendo caliente, su sonido que ya no la relaja, que ya está instalado como todo lo demás. Se mira la otra mano, la gira, y observa detenidamente su muñeca. Las venas verdes que se acumulan ahí, donde el brazo se quiebra y nace la mano. La mueve, y el antebrazo se lleva sus ojos, los tendones que se levantan y esconden, más venas que se asoman. Sonríe, y mira el cuchillo en la otra mano. La gira y se ríe, como si la muñeca no fuera suya, la risa se le escapa, se muere de ganas de hacerlo. Vuelve a mover la muñeca y la deja quieta. Acerca el cuchillo, lo apoya sobre la piel, sin hacer mucha fuerza, pero aprieta un poco, quiere saber cuánto duele. Y no duele nada, entonces aprieta un poco más, y ahí si empieza a sentir algo, como una pulsera demasiado ajustada, y duda si mover el cuchillo hacia el costado, tiene ganas, pero escucha el agua que sigue corriendo, que la relaja, y no lo mueve, sino que prefiere apretar un poquito más, probar hasta dónde aguanta. Y ve una gotita de sangre que sale del borde de la hoja de metal, y se hace un pequeño charquito rojo que se abre en caminos, como las pinturas sopladas de tinta china en la primaria. Suelta, levanta el cuchillo y se mira, lo deja caer en la pileta y lo observa, primero al cuchillo, después la muñeca, y hace ese juego varias veces. Pone la muñeca abajo del agua y al quemarse la saca. Cierra los ojos y respira profundo. Vuelve a agarrar el cuchillo mojado y se mira la muñeca lastimada. Piensa, y siente que hay algo que piensa por ella, algo que le impide hacerlo, algo que la cuida. Mira el cuchillo Laura, lo toma y lo pone debajo del agua. Lo deja caer y cierra la canilla. Se apoya en la mesada y suspira. Escucha un tin tin de llaves en la puerta, y sin oírlos imagina los pasos de los zapatos subiendo la escalera. Pero no, fue un ruido del pasillo, Ernesto todavía no llega.

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Friday, June 01, 2007

Cuando pica


Hay un mosquito en la pieza de este personaje, insecto puntiagudo que desbarata su aburrimiento. Con una espera atenta lo invita a su cuerpo que es todo carnada, y cuando lo ve pinchar lo aplasta en su brazo, que se mancha con sangre que ya no le pertenece.
¿Será esa la misma placentera sensación que experimenta el pequeño humano al matar al traidor, al hombre que odia?
El bicho muere, devolviendo la sangre de su presa, ya inservible. Este personaje se limpia los dedos, frotándolos entre sí, hasta que la sangre se hace tierra, bolitas diminutas que caen al suelo, donde la vista las pierde. En treinta segundos sale la roncha. Pequeña pero picante.
Y apenas algo deja de pasar, reaparece frente a él la tentación de descorrer la cortina y perder la escritura. Todo pende de ahí, el hilo permanece tensionado en el encierro. Con un poco de aire la tanza se afloja y la flecha lanzada se desploma en el viento como una cuerda, como el truco de la barita mágica.
Porque a este personaje del que hablo todo el tiempo, la escritura no le da nada. O muy poco. Pero hay una obligación con la nada, la herencia de una deuda. En su nuca un yuyo crece y crece solo.
Y existe también una fatiga, una fatiga del pensamiento y la emoción. De la pasión, y a quien diga que la pasión no se fatiga, este personaje no le cree. No es tarea sencilla combatir el sesudo anquilosamiento.
Soportar la pulseada con el puño temblando a centímetros de la mesa, es su pan duro de todos días. Pero este personaje del que hablo no es tan fuerte como parece, es más bien sensible, aunque se ha endurecido en los últimos años. ¿Quién no?
Algo lo traba, no lo deja hablar del todo. Allende su vanidad hay un dolor, como un dolor de muelas en el pecho. Cada tanto vuelve a aparecer y obviamente nunca en la tarde, siempre en plena noche, a la hora del descanso. Ahí es cuando pincha cuando pica. Y no tiene otra que rascarse y la cascarita vuelve a volar.
Un amigo le dijo una vez, las cascaritas son como las hojas, se caen solas. Pero él no entiende, o no quiere entender. Y así le va quedando el pecho, repleto de marcas que no se irán nunca. Él jura que la picazón es insoportable. Por eso su odio a los mosquitos.
Y le creo porque a mí también me pica. Y cuando le creo me doy cuenta que ese lejano personaje del que hablo vengo a ser yo. Ahí es cuando dejo de escribir por pudor a lo que veo en el espejo, del otro lado del espejo.



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