Escupiendo la sopa

Monday, August 04, 2008

::El otro venaro::
El mundo de Memé
(fragmento)

El mundo de Memé, en el cual a veces me incluía, vaya a saber de qué formas mudadas, era un vértigo impávido y suave a la vez; un flujo retorcido que se acomodaba a las runas que iban apareciendo sobre el cauce, pero que a su vez humedecía lo que palpaba, formalizando una superficie tersa dónde todo sobrevenía posible. Y esa efusión eclosionaba en sus risas. Sus carcajadas de niña madura eran salpicones, caídas libres de agua desagrupándose en espuma. El burbujeo propendía a disolverse, y prontamente ella corría, tomaba un lápiz y copiaba el dibujo antes que la realidad lo aplastara con otra cosa.
Sus cuadros eran profundas arcadas vacías, fotos que iban revelándose con el paso de los días y el cuidado de la oscuridad. Manchones de pintura y rayas febriles, sepultando retratos de niñas tibias de revista dominical, o heroínas publicitarias.
Para ella el futuro no significaba nada, el futuro no era más que el make up necesario para seguir alargando una duración, un pasito hacia atrás que tensaba la cuerda para los pasos venideros: fricción.
Su casa era en otro lugar, fuera del tiempo: un sitio retirado en los límites de su mundo, al que se cuidaba de nunca llegar. De lo contrario hubiese concluido de un sorbo y por curiosidad innecesaria, aquél elemento que ponía en marcha el motor de su voluntad bruta. Prefería la mudanza, en cada cuadro un cuarto vacío dispuesto a ser ocupado temporalmente.
A veces me entraba un miedo insobornable, terror de ser uno más de esos cuartos, miedo de estar hueco y relleno con la efusión de un universo que no me pertenecía. Pero al contemplarla pintando, y ella observarme con sus ojos de animé, todo se corregía con la misma claridad con la que arriba una idea.
Una noche que pintaba unas caras rarísimas sobre una tela en el suelo, exhaló el humo y me dijo más o menos esto: “Hay algo así como una sensibilidad de las cosas, en ellas. Un secreto. Lo que alcanzamos a ver es como la sombra de un cuerpo detrás de una tela iluminada. Las palabras agrupan y desagrupan a su antojo, cuando en realidad las cosas andan sueltas sin hablarse, o se chocan de repente. A veces lo que está en el medio adelgaza tanto que desaparece un instante. Por eso pinto. Porque el color es una cosa ¿Entendés? Por más que sean millones de pelotitas en movimiento, o una frecuencia atada a millones de frecuencias más… Pero las palabras, las palabras no son cosas. El sonido por el aire sí es una cosa. ¿Entendés? Pero si no fuese por las palabras, cuántas cosas perderíamos ¿no? Esa es la trampa de las palabras. Nos obligan a querer conservar. Queremos conservar todo, llevárnoslo a la tumba como si fuéramos momias. Nos ocurre algo y enseguida nos entristecemos porque se acaba de ir como todo, entonces apenas se nos presenta el momento propicio lo contamos, y lo contamos tan mal que por más que cause risa o vergüenza, la experiencia puntual se alejó ahora sí para siempre, deformada en la memoria por la estúpida necesidad de que los otros nos crean, de que nos crean sobre nuestra vida, se convenzan de que vivimos. La nuestra es una continua pesca de soplos, pero no pescamos por hambre, sino por ambición de vida. ¿No creés? Qué necesidad hay de conservar todo. Es un trabajo tan duro y vacío. Nos rodeamos de cadáveres del tiempo”.
Recuerdo que la imaginé muerta, dentro de un baúl. También me imaginé abriendo el sarcófago y limpiando el cadáver. Lavándole el pelo, ventilándolo, echándole perfume. Conservar. Llega un punto en el que dejo de saber qué llevarme y qué perder. A ella hubiese querido retenerla. Pero esa noche continuó hablando: “Las palabras son como las bolsas de basura. No sé por qué dije eso. Qué te pasa Marcos. Los ojos… se te está arrugando el alma Marcos. Tenés la cara vacía como un pescado. Es horrible cuando ponés esa cara de pescado, vos no sos así”.
Ella me pintaba y aunque me lo pidiese yo no conseguía corresponderla. No podía vivir y escribir a la vez; todo lo que rasgueaba era una lástima, una mofa, minúsculos estorbos, pájaros de picos puntiagudas que rasgaban el globo que Memé mantenía con soplidos para que yo viajase cómodo y contento.
Memé (creo) me miró.

-¿Qué tal si nos vamos de acá?- dijo.
-¿A dónde?
-No sé, otro lado, otras fuerzas.
-¿De qué hablás?
-De irnos, los dos, todo lo que tenemos: “nosotros”.
-Nosotros son muchas más cosas que nosotros dos.
-Pero el nosotros de hoy está empezando a aburrirme y yo te amo.

Decir eso no le modificaba el semblante. Podía decirlo, agachar la cabeza y seguir pintado desplegada en el suelo. Pero esa tarde tiró el pincel, se desnudó de pié y me ordenó que la pintara. Comencé por su nariz, sus pequitas rosadas, luego la frente. Los brazos, el vientre, los senos. Sus muslos, espirales en las rodillas coloradas. Ella permanecía con los ojos cerrados concentrada para aguantar las cosquillas. Besé su pubis, se encorvó, me dijo que no valía hacer trampa, sólo pintar. Di la vuelta a su alrededor, teñí sus glúteos, la cavidad de su espalda, lamí su piel con sabor a pintura fresca, la abracé por detrás, acaricié su cintura y trepé a sus senos. Se estremeció, me rodeó la cabeza con sus brazos, me besó todo lo que alcanzaba sin darse vuelta.
Podíamos ir a dónde quisiéramos. En ese trance el mundo era una aceituna en la punta de nuestra lengua. Pero ese mundo no era mío, sino todo lo contrario, era yo el que azarosamente cumplía con mi parte sumergido en un universo ajeno.
Eso lo entendería seco,
mucho después.

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