El otro verano (fragmento II)
Las siestas
La foto de Memé en su mano. Rota por la mitad, y remendada con cinta scotch amarillenta. La foto tiritando y la mano agarrada de la foto como de un borde al vacío. No era la primera vez que lo hacía, y tampoco iba a ser la última. Eso estaba bien claro, pero la cuestión era otra, era saber cuánto iba a tardar todo aquello, cuánto iba a durar esta vuelta. De forma invariable las cosas terminaban antes de lo que él hubiese deseado, así era. O sino todo lo contrario, la cosas se desgastaban así mismas en la víspera, se alargaban tanto que ya no valía la pena que sucedieran.
Incluso la poesía, las palabras, los parches que su pensamiento había labrado a través de los años, o las oscuras mantas que la sensibilidad supo colocar sobre los problemas irresueltos; la foto se sacudía pero quizás no, quizás nada de eso sirviera, quizás lo único digno de ser tenido en cuenta fueran las fugas, las siestas, los borroneados fragmentos de sueños y memoria; lo que importa, pensaba, es la renovada firmeza de permanecer lo más vivo que se pueda a pesar de todo, de continuar lo más cerca posible de la vida.
También lo había abandonado el gusto por las mujeres, la tolerancia cordial y precisa para que una mujer perdurara más de dos noches a su lado. Aburrido ya de masturbarse antes de ir a dormir, harto de su desesperación estática, de una quietud que estacaba todos los movimientos posibles en un ahogamiento atroz; anémico de la angustia apenas posterior al derrame. La foto cayendo al suelo y él que había perdido el poco erotismo que supo acumular con los años, no sabía bien dónde, pero estaba seguro que la impronta, aquella impulsión erótica de la cual se relamía, lo había plantado junto a las mujeres. Pero ¿qué fatalidad había conducido a la otra?
El cuarto en el que intentaba eternizarse, lo descubría sin descanso abrazado a una ausencia impasible, junto al olor a ropa sucia que era el mismo olor de los recuerdos, el olor de lo que la memoria no consigue hacer desaparecer, y regresa, en los resquicios de los meses, entre las horas perdidas, los segundos vacíos salpicados en el mantel de los años. Trece lunas, doce meses, da lo mismo. De qué sirve la memoria, se preguntaba, tal vez no se lo preguntara en realidad, pero qué importaba a esas alturas, justamente: ¿la memoria iba a importar?
Acaso fuera cierto, posiblemente hicieran falta cuarenta años para aprender a vivir, o para aceptar que nunca se aprenderá.
Era como si el tiempo sólo raspara su piel, se llevara su pelo, curtiera sus manos, mientras que su alma, que parecía bipartita e individual una de otra, dependiendo de qué ojo se mirara en el reflejo del cristal, estuviese siempre inclemente e inexpugnable en su profundidad. Como si girara, todo el tiempo, representando un hámster en la rueda, que pasara una vez y otra vez, y otra más, por los mismos alambres fríos y secos. ¿Eran los recuerdos los que punzaban, esas comparaciones de la vida actual, con idealizaciones que el pasado va ingeniando en los recreos del presente?
Por momentos todo parecía un chiste, muy gracioso. Todo era una cargada. De pronto se iba la madrugada , el cielo clareaba lento, los pájaros chillaban con ganas, y la vida arremetía exultante; pero ¿por qué las horas previas dolían tanto?, ¿por qué era necesaria tal negrura para ver la primera luz? Por qué la vida se hacía ver en los contrastes. Todo armando contraste con todo, y una guía a partir de diferencias.
Labels: fragmentos
1 Comments:
Uff tremendo loco
ya lo dije? cada vez, pero cada vez, escribís mejor, men. ¿esto del verano seguirá así? si la platea queda con ganas como con bedoya, se pudre.
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