Ahí, donde la dejamos
La guerra de las sombras es inaudita para los corazones sin pálpito.
La escarchada nostalgia embebe botas viejas de sudores perdidos.
La metafísica de las rosas, la macrobiótica de las entrañas que cuelgan como chorizos en la pituca vidriera del carnicero.
Sigo socavando, y lo único que trago es tierra, tierra, roca, y tierra.
Busco situaciones en las cuales poder ser, contingencia apresurada, que se esfuma y se aleja como el humo liviano de un cigarrillo agonizando en el cenicero.
Charlas de bar, que confieren secretos, y me dejan ser, al menos un lapso adusto de tiempo.
Y luego, retomar la marcha y ponerse atento a cualquier situación que se presente, para volver a intentar ser, y así trazar una ontología de a puchitos.
Pero lo que abunda, y cada vez más, es el silencio. Y uno camina tomado del brazo de la soledad más gorda y fea, e intenta manchar de artificio cualquier cordón, para poder ser sin ser. Y la gorda ni siquiera se fija en eso, sólo nos quiere coger rápido e irse, irse sólo por un rato.
“Si esto sigue así como así”…
Somos millones de relumbres, cabrilleamos entre manijas repletas de cerveza, reímos de tristeza y lloramos de risa. Pensamos, ingenuos, que el mundo es lo que nos figuramos, y cambiamos figuritas repetidas, por alguna que no hayamos visto nunca, pero que rápidamente nos aburre.
Así se nos está pasando la vida, amigo. Y lo que encontrábamos en los bares, ya no se esconde ni siquiera en los baños. Y los placeres que nos obsequiaban los sobresaltos, ahora nos asustan.
¿Esto es la madurez, esto es la vejez? ¿Qué mierda “ez”?
No, no somos dóciles, eso es lo que injuriamos. Pero en el fondo ninguno sabe bien hasta donde es que puede llegar. Vencidos, los hay por doquier, debajo de la primer baldosa. Vencedores, los hubo, muy pocos, de nombre y apellido, inconfundibles.
Y extraviados en toda esa maraña, nosotros, peleándole a la corriente, escapándole al reposo, agazapados en cualquier frío recodo alquilado.
Y la música que ya no surte efecto, que es un antibiótico vencido. Y las letras que aburren porque siguen raspando fiero, y las curitas son un collage en la piel.
Es cuestión de saber cuando soltar el borrego, y luego saber digerirlo lentamente.
Mientras, tenemos los bares, que ya no fían, pero calientan las manos. Tenemos estas filas de mesas de madera, que se acongojan con nuestro rostro, y cuchichean por lo bajo, tramando algún plan elocuente.
Vasos rebasados, tablas empapadas de alcohol, y el olor a magia revoloteando como una paloma blanca por sobre nuestras cabezas ralas.
Arrabales que se empeñan fulgurosos, aquelarres primitivos que nos caen cada vez mejor.
Y la charla que persiste, que distrae a la soledad que es la que cuenta siempre en este juego de escondidas. Entonces juguemos, actuemos. Si es irrefutable que la gorda siempre gana, hagámosle pasar un mal rato, y rellenemos los vasos, retomemos la charla, justo allí, donde la dejamos.
La escarchada nostalgia embebe botas viejas de sudores perdidos.
La metafísica de las rosas, la macrobiótica de las entrañas que cuelgan como chorizos en la pituca vidriera del carnicero.
Sigo socavando, y lo único que trago es tierra, tierra, roca, y tierra.
Busco situaciones en las cuales poder ser, contingencia apresurada, que se esfuma y se aleja como el humo liviano de un cigarrillo agonizando en el cenicero.
Charlas de bar, que confieren secretos, y me dejan ser, al menos un lapso adusto de tiempo.
Y luego, retomar la marcha y ponerse atento a cualquier situación que se presente, para volver a intentar ser, y así trazar una ontología de a puchitos.
Pero lo que abunda, y cada vez más, es el silencio. Y uno camina tomado del brazo de la soledad más gorda y fea, e intenta manchar de artificio cualquier cordón, para poder ser sin ser. Y la gorda ni siquiera se fija en eso, sólo nos quiere coger rápido e irse, irse sólo por un rato.
“Si esto sigue así como así”…
Somos millones de relumbres, cabrilleamos entre manijas repletas de cerveza, reímos de tristeza y lloramos de risa. Pensamos, ingenuos, que el mundo es lo que nos figuramos, y cambiamos figuritas repetidas, por alguna que no hayamos visto nunca, pero que rápidamente nos aburre.
Así se nos está pasando la vida, amigo. Y lo que encontrábamos en los bares, ya no se esconde ni siquiera en los baños. Y los placeres que nos obsequiaban los sobresaltos, ahora nos asustan.
¿Esto es la madurez, esto es la vejez? ¿Qué mierda “ez”?
No, no somos dóciles, eso es lo que injuriamos. Pero en el fondo ninguno sabe bien hasta donde es que puede llegar. Vencidos, los hay por doquier, debajo de la primer baldosa. Vencedores, los hubo, muy pocos, de nombre y apellido, inconfundibles.
Y extraviados en toda esa maraña, nosotros, peleándole a la corriente, escapándole al reposo, agazapados en cualquier frío recodo alquilado.
Y la música que ya no surte efecto, que es un antibiótico vencido. Y las letras que aburren porque siguen raspando fiero, y las curitas son un collage en la piel.
Es cuestión de saber cuando soltar el borrego, y luego saber digerirlo lentamente.
Mientras, tenemos los bares, que ya no fían, pero calientan las manos. Tenemos estas filas de mesas de madera, que se acongojan con nuestro rostro, y cuchichean por lo bajo, tramando algún plan elocuente.
Vasos rebasados, tablas empapadas de alcohol, y el olor a magia revoloteando como una paloma blanca por sobre nuestras cabezas ralas.
Arrabales que se empeñan fulgurosos, aquelarres primitivos que nos caen cada vez mejor.
Y la charla que persiste, que distrae a la soledad que es la que cuenta siempre en este juego de escondidas. Entonces juguemos, actuemos. Si es irrefutable que la gorda siempre gana, hagámosle pasar un mal rato, y rellenemos los vasos, retomemos la charla, justo allí, donde la dejamos.
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