Dóciles plegarias
Vivimos rodeados de opciones fútiles y dóciles plegarias. El enrejado es impecable, es casi invisible, no lo podemos tocar ni ver, no sabemos bien donde empieza ni donde termina, tampoco se nos da en gracia vislumbrar su altura, el ancho entre barrote y barrote, pero sabemos que está allí. Ni siquiera, como si acaso fuera impensable, intentamos acercarnos, ni se nos ocurre.
Los primeros síntomas son mareos confusos y palabrerío constante detrás de cada oreja, soliloquios retumbantes que laceran los oídos como acoples agudos, pero así y todo, la costumbre parece ganar al principio, el cuerpo queda inmóvil, las piernas no responden, la conciencia tira para lo conocido.
Como nudo de la larga excavación, bien en el centro de nuestro tejido perceptivo y emocional, tenemos una enorme certeza, pero inenarrable. Cada fisura la sentimos como goteras en el techo del alma, y aunque cada vez el rincón es más cálido y ameno, las gotas se hacen escuchar más fuertes y frías.
La transición es lenta, y nos inquieta, queremos adquirir condiciones a través de píldoras mágicas que desearíamos construir, pero que no son más que la desesperación de nuestra imaginación, el hambre de elementos que suplica.
Cada espasmo es una lágrima dulce, y al fondo del pasillo, no hay ninguna puerta, y mucho menos rasguños de luz. Pero hay un aroma que nos es familiar, que parece sincero; se oyen muy a lo lejos adornos musicales, chistidos de violines, golpes acompasados que cristalizan las ráfagas furtivas, esas que nos esterilizan la vista y la sensibilidad.
Los primeros síntomas son mareos confusos y palabrerío constante detrás de cada oreja, soliloquios retumbantes que laceran los oídos como acoples agudos, pero así y todo, la costumbre parece ganar al principio, el cuerpo queda inmóvil, las piernas no responden, la conciencia tira para lo conocido.
Como nudo de la larga excavación, bien en el centro de nuestro tejido perceptivo y emocional, tenemos una enorme certeza, pero inenarrable. Cada fisura la sentimos como goteras en el techo del alma, y aunque cada vez el rincón es más cálido y ameno, las gotas se hacen escuchar más fuertes y frías.
La transición es lenta, y nos inquieta, queremos adquirir condiciones a través de píldoras mágicas que desearíamos construir, pero que no son más que la desesperación de nuestra imaginación, el hambre de elementos que suplica.
Cada espasmo es una lágrima dulce, y al fondo del pasillo, no hay ninguna puerta, y mucho menos rasguños de luz. Pero hay un aroma que nos es familiar, que parece sincero; se oyen muy a lo lejos adornos musicales, chistidos de violines, golpes acompasados que cristalizan las ráfagas furtivas, esas que nos esterilizan la vista y la sensibilidad.
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