Escupiendo la sopa

Sunday, November 23, 2008

El otro verano
(fragmento)


Nos despertamos cada uno en un borde de la cama. Por lo menos a mí se me partía la cabeza; esos clavos que la resaca remacha en las sienes y los martilla acorde al pulso sanguíneo. Memé me miraba fijo, como si el sueño que había iluminado su cerebro siguiese continuado en aquel cuarto de penumbras.
Me di la vuelta e intenté seguir durmiendo, no tenía ganas de oír su pesadilla del día. Que ella soñase hasta en las siestas, mientras yo no podía recordar jamás absolutamente nada, producía en mí una envidia malsana. Mis descansos eran negros y espesos como la brea. Memé sin embargo traía sin falta alguna imagen onírica a nuestros desayunos tardíos. O un bosque incendiándose y brasitas prendidas rodando por el suelo y subiéndosele por las piernas; o un bombardeo de aviones en plena avenida Rivadavia; o un pasadizo larguísimo bañado por las luces cuadradas de un coche a lo lejos, y la risa de su padre retumbando cavernosa hasta sus oídos, y la trompa roja del Duna de su padre, y el rostro de su padre ensangrentado riéndose a más no poder.
Aunque muchas veces algunos sonaban a inventos improvisados, era en los huecos donde se desprendía de ellos y ponían en marcha su literatura.
Oí cómo se levantó y se fue de la pieza. Remoloneé un poco más, un intento de invocación del sueño extraviado, la perseverancia de soñar cualquier cosa, alguna nimiedad, por lo menos la reproducción en otros colores de una escena vivida.
El chirrido de la puerta me desperezó: era Memé con el desayuno. De dónde sacaba ese cariño que nunca había recibido, esos mimos de madre huérfana, por qué seguía tratándome como si nada hubiera pasado, como si el tiempo estuviese detenido perpetuamente en ese encuentro.
Para ella la vejez se iba apoderando silenciosa de todo, menos de lo que llamábamos “nosotros”. Y ese nosotros hablaba de los dos, pero no nos incluía por separado: divididos éramos demasiado pequeños y lastimosos como para hacernos notar.
Me lo dijo repetidas veces, hasta en términos filosóficos: nuestro vínculo es la única trascendencia en la que creo. Pero yo no, nunca creí en nada, o no sé darme cuenta cuando creo y cuando no. Seguramente creer no pase por mi voluntad, sino por la violencia con la que las cosas y la gente se me presentan. Tampoco puedo negar que la amé. Con esa ternura tenue y desgraciada que el paso de la vida había grabado en los gestos de mi cara, en las caricias de mis manos ¿Qué es el amor si no la sonrisa de un niño a punto de morir?
La bandeja sobre la cama contoneaba como una balsa en un mar calmo. Ella untaba las galletas y las dejaba sobre el plato. Yo soplaba el te y observaba la concentración que ponía en cada movimiento. Cuando el silencio se convertía en compañia, alguno de los dos decía algo para hacer reír al otro. Y es que a la mañana sobre todo, o cuando despertábamos, brotaban frases sin paradero. Ya no había expresiones mías ni de ella, pero todas perduraban, en ella y en mí a la vez, hincaban un trozo simétrico de cada cuerpo y funcionaban de marco, como un débil troquelado en medio del infinito que amenazaba diluirnos con sus trombas imprevistas.

Salir del resguardo significaba el barro, el alud del pasado tapándonos por separado, mientras que nuestras siluetas estampadas y estáticas dentro del cuadro, nos suspendían en el no-tiempo, en un presente continuo, sin futuro al que llegar, ni pasado al cual reclamarle faltas. Pero eso era así sólo al principio, y ella se hacía la distraía y continuaba untando mermelada en las galletas con tal de eludir ese cambio perentorio; y ese desfase, esa irrupción en la continuidad que nos aunaba, se hizo grieta, y la grieta no sólo nos fragilizó, sino que fue petrificando apresuradamente toda la flexibilidad que habíamos dominado.
Cuanto más rígidos, la grieta fue más evidente, y las frases hechas que antes hacían de eje, ahora nos resbalaban y desaparecían amontonadas por un surco invisible.
Para oírnos hacía falta hablar a los gritos, calculando eludir expresiones sin paradero. La cama era el puente precario que nos mantenía comunicados, hasta que el agua lo tragara, o la extrema tensión de las sogas, tirando cada una de su lado, lo sepultaran bajo la corriente. Sus ojos decían lo mismo que los míos, pero ya no éramos nosotros, sino un ruego compartido de no volver a la soledad.

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