Escupiendo la sopa

Tuesday, October 21, 2008

destello




Hacía una semana que la bronquitis me tenía amarrado a la condena de las paredes de mi casa, y ese viernes, harto del encierro, salí a la calle a dar una vuelta y de paso fumar uno.
La noche estaba completamente despejada, la luna redonda y opaca, las calles del barrio desiertas, como realizando una suma silenciosa de las noches que me vieron pasar. La tos no me dejó terminar el faso, y luego de algunas secas, un malestar sutil comenzó a punzarme el pecho,
Un patrullero dobló a la esquina y no dudé apagar el humo. Empecé a caminar sin rumbo fijo, sin determinación. Respiraba profundo para airear el espíritu pulgoso.
Crucé una fábrica de churros y bolas de fraile, pero no tenía hambre. Los camiones estacionados sobre la vereda, las máquinas industriales (anacrónicas) giraban para inventar alimento azucarado y esponjoso. Los obreros con sus delantales blancos, impecables, sacando con palas que parecían de construcción, montañas de azúcar de algo similar a un tanque australiano. Uno de los conductores de los camiones estacionados en la puerta fumaba y se rascaba la barbilla.
Era un movimiento fantasmal en el nexo de la noche. Los ruidos industriales le fueron quedando viejos al oído, y a la siguiente cuadra percibí sonido de instrumentos. Lo primero fue el retumbar de tambores y platillos, una batería soberbia, con los contratiempos singulares del jazz. De a poco, como colores en un paño borroso, fue apareciendo el resto: un saxo tenor, una trompeta, un Rodhes. Eran auténticos músicos.
Me senté en la casa contigua, el barullo era tal que se los escuchaba como si los tuviese enfrente. Al término de cada pieza, que duraban entre diez a veinte minutos, la concurrencia los aplaudía fervorosa.
Las escalas que esgrimían eran extrañas, disonantes en algunos momentos, esos abismales caminos que utilizan los músicos de jazz. A ellos les excita caminar por la cornisa, engañar a la misma afinación. Esa delgada raya bailoteaba compás tras compás, y yo tenía un regocijo que la carne se me estremecía.
Mis pies autónomos, hipnotizados como serpientes, uno tras otro pisaban con sus talones la vereda al ritmo de los temas. Variaban de tensión, de intención. De pronto se apaciguaban, se hacían dulces y fingían ser dóciles, se iban acrecentando al caudillaje del solo de alguno. Esta vez era la guitarra, y la batería como capitana mandaba que se libre fuego, y estallaba la música nuevamente, como la caída de una cascada, del agua golpeando sobre el agua y la piedra.
Alguien abrió la puerta y me levanté por vergüenza; emprendí caminata sin voltearme. Llegué a la esquina, y regresé al escalón de la casa vecina al concierto.
Fueron dos temas más, un poco más largos también, no por eso menos geniales. Hubo un largo silencio, y la cháchara irrumpió. Al parecer el recital había culminado, la mente me destellaba y enfilé para mi casa con la tristeza de un niño con hambre.

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