Escupiendo la sopa

Saturday, April 19, 2008

::El otro verano::
Las cosas no andan bien


El sonido acompasado de las llaves, chocando entre ellas, produciendo la rítmica percusiva del caminar. Las calles desiertas, horizontes tapiados con paredes, algunos árboles desteñidos por el ámbar otoñal. Una vuelta por el barrio, anegado a estas horas por un silencio sólido, que se entrecorta con el bramido de un motor a lo lejos, o el brillo de las luces móviles barriendo los adoquines. Esos cortes son el reencuentro con la caminata, con los pies que son la última punta de todo el complejo mecanismo que me conduce. Son esos cortes donde me entran las ganas de fumar, y enciendo un cigarrillo, un compañero por seis o siete minutos, que trae el bienestar en forma de humo caliente. Lo caliente.
Las caminatas son para cambiar de encierro. Para disfrutar de un encierro que permite la lánguida caminata en línea recta, hasta alguna calle ya alejada, donde ese encierro, el más abstracto, se hace material, aunque no haga falta un muro, la marcha se extravía, la marcha ya no quiere seguir, el piolín está muy tenso, y la otra punta, atada del primer encierro, del que no se puede caminar en línea recta, me reclama de un preciso tironcito, y me hace tambalear, o doblar en la esquina. El retorno. Otro cigarrillo.
Las cosas nunca funcionan perfectamente. Lo sabemos. Nos educamos a vegetar entre cosas remendadas, mal hechas, o simplemente rotas. Una lamparita quemada que no vuelve a encenderse, ni va a volver a encenderse, se va llenando de tierra, y en menos tiempo de lo que imaginaba, la oscuridad me educa, aprendo la oscuridad, mi cuerpo se instruye en la carencia. Descubro dibujos en clave, las yemas disfrutan registrando contornos, asperezas, irregularidades. Miro por los dedos la llave correcta que moverá la cerradura. Registro la cantidad de escalones que anteceden el pasillo y la puerta. Ya es como si nunca hubiera habido luz, ya es lo mismo con luz o sin ella.
Uno se acostumbra a que las cosas anden torcidas y mal, y continúa. Me acomodo, queda siempre un lugarcito de territorio. Y tanto me acostumbro, que la incomodidad deja de ser una extorsión a mi actividad dormida, y se talla en mí, o mejor dicho, la piedra que soy toma la forma que la incomodidad ingenia. El lugar que conocí desapacible se vuelve gris, un más o menos, y con un mediocre esfuerzo reconozco bien su acritud y brusquedad, pero no, me agrio o embrusco por miedo a quedar atonal, es decir, a la intemperie. Que las cosas anden bien se vuelve una representación, una imagen voluble como los recuerdos de niño, a donde, al corriente estoy de que no hay retorno. Que las cosas anden bien ya no es hoy, siempre es antes de ayer.
Las cosas no andan bien, pero sigo caminando de regreso. También sé que no se van a acomodar ni a remendar solas mientras las observo desintegrarse con mis ojos menguantes. Pero regreso. ¿Hay otra opción? Debe haberla, pero pensándolo mejor las cosas no están tan mal, las puedo soportar así. Soportar. ¿Cuánto café tibio puede llegar a beberse? El café tibio por lo menos era extrínseco a la tibieza de Memé, era otro tipo de tibieza, una tibieza que hacía a las cosas andar mejor de lo que andan solas. Podría llegar y hacerme un café tibio apropósito en su taza preferida, pero eso es otro recuerdo de la infancia, es otra simbolización necia.
Hay cosas mucho peores, hay cosas malas enserio. Pero cómo saber cuán mal se está si invariablemente se utiliza la misma escala. Debe ser que se mide cuán jodidas las cosas están por comparación, por contraste. Mostrar los moretones al de al lado, y así. Pero publicar tampoco arregla nada porque en la plática sólo hay mierda. En el habla las cosas nunca están tan mal como antes de ella. Las palabras no revisten las cosas, no las revelan, sólo las saturan como a un ganso, hasta hacerlas paté. Pero Memé es una palabra, y sin esa palabra mucho de lo que hay antes y después de ella se perdería por la ranura velada, por donde se pierden todos los detalles.
Pero no; Memé no es una palabra, Memé es un haiku.
En Gaona el kiosco de diarios está abierto y encendido. Tal vez compre el diario, el primero que vea, o una revista, menos efímera. Mejor no elegir, mejor el retorno claro y conciso. Al cruzar la avenida, quedan tres cuadras sembradas de ficus en sus veredas, que recaen verdes y artificiales a mitad de la calle. El ficus debe ser el único recuerdo de la niñez que se conserva por sí solo. El ficus es un arbolito frágil y delgado en el balcón de mi infancia. Luego la mudanza a la adolescencia, y el ficus crece en la puerta de casa hasta ser un árbol fuerte e inamovible. Siempre admiré de él su verdor persistente, sea la estación que sea, y su inesperada sangre láctea, como una garantía de plasticola para volver a pegar la hoja arrancada. Mi ficus quedo allí, en una casa a la que ya no pertenezco, pero sin embargo está en cada ficus que toco, es siempre el mismo porque no lo ando buscando.
No están bien las cosas, para nada, pero quedan algunas palabras y estas raíces quebrando las baldosas, la esquina, los adoquines, el cordón, la puerta, la llave, el botoncito rojo de la luz, el pasillo, el ascensor, el espejo con mi imagen y la imagen de lo que pienso en palabras, todas las palabras que pierden su causa, que se quedan sin las cosas pero golpean con la misma potencia de lo material.

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